IN PRESIÓN

Asesinado por el cielo,
entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.

Con el árbol de muñones que no canta
y el niño con el blanco rostro de huevo.

Con los animalitos de cabeza rota
y el agua harapienta de los pies secos.

Con todo lo que tiene cansancio sordomudo
y mariposa ahogada en el tintero.

Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
¡Asesinado por el cielo!
Federico García Lorca
Vuelta de paseo. Poeta en Nueva York

EL SEIS Y EL CUATRO

Dándose la vuelta, se dirigió hacia la ventana y alzó el estor. El resplandor del alba inundó la habitación y barrió hacia los rincones oscuros las sombras fantásticas, que se inmovilizaron, temblorosas. Pero la extraña expresión que Dorian Gray había advertido en el rostro del retrato siguió presente, más intensa si cabe. La temblorosa y ardiente luz del sol le mostró los pliegues crueles en torno a la boca con la misma claridad que si se hubiera mirado en un espejo después de cometer alguna acción abominable.
Estremecido, tomó de la mesa un espejo oval, encuadrado por cupidos de marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había hecho, y lanzó una mirada rápida a sus brillantes profundidades. Ninguna arruga parecida había deformado sus labios rojos. ¿Qué significaba aquello?
Después de frotarse los ojos, se acercó al cuadro y lo examinó de nuevo. No había ninguna señal de cambio cuando miraba el lienzo y, sin embargo, no cabía la menor duda de que la expresión del retrato era distinta. No se lo había inventado. Se trataba de una realidad atrozmente visible. Dejándose caer sobre una silla empezó a pensar. De repente, como en un relámpago, se acordó de lo que dijera en el estudio de Basil Hallward el día en que el pintor concluyó el retrato. Sí; lo recordaba perfectamente. Había expresado un deseo insensato: que el retrato envejeciera y que él se conservara joven; que la perfección de sus rasgos permaneciera intacta, y que el rostro del lienzo cargara con el peso de sus pasiones y de sus pecados; que en la imagen pintada aparecieran las arrugas del sufrimiento y de la meditación, pero que él conservara todo el brillo delicado y el atractivo de una adolescencia que acababa de tomar conciencia de sí misma. No era posible que su deseo hubiera sido escuchado. Cosas así no sucedían, eran imposibles. Parecía monstruoso incluso pensar en ello. Y, sin embargo, allí estaba el retrato, con un toque de crueldad en la boca.
Oscar Wilde
El retrato de Dorian Gray

CAFÉ RECALENTADO

En el café de doña Rosa, como en todos, el público de la hora del café no es el mismo que el público de la hora de merendar. Todos son habituales, bien es cierto, todos se sientan en los mismos divanes, todos beben en los mismos vasos, toman el mismo bicarbonato, pagan en iguales pesetas, aguantan idénticas impertinencias a la dueña, pero, sin embargo, quizás alguien sepa por qué, la gente de las tres de la tarde no tiene nada que ver con la que llega dadas las siete y media; es posible que lo único que pudiera unirlos fuese la idea, que todos guardan en el fondo de sus corazones, de que ellos son, realmente, la vieja guardia del café.

Los otros, los de después de almorzar para los de la merienda y los de la merienda para los de después de almorzar, no son más que intrusos a los que se tolera, pero en los que ni se piensa. ¡Estaría bueno! Los dos grupos, individualmente o como organismo, son incompatibles, y si a uno de la hora del café se le ocurre esperar un poco y retrasar la marcha, los que van llegando, los de la merienda, lo miran con malos ojos, con tan malos ojos, ni más ni menos, como con los que miran los de la hora del café a los de la merienda que llegan antes de tiempo. En un café bien organizado, en un café que fuese algo así como la república de Platón, existiría sin duda una tregua de un cuarto de hora para que los que vienen y los que se van no se cruzasen ni en la puerta giratoria.

En el café de doña Rosa, después de almorzar, el único conocido que hay, aparte de la dueña y el servicio, es la señorita Elvira, que en realidad es ya casi como un mueble más.
—¿Qué tal, Elvirita? ¿Se ha descansado?
—Sí, doña Rosa, ¿y usted?
—Pues yo, regular, hija, nada más que regular. Yo me pasé la noche yendo y viniendo al wáter; se conoce que cené algo que me sentó mal y el vientre se me echó a perder.
—¡Vaya por Dios! ¿Y está usted mejor?
—Sí, parece que sí, pero me quedó muy mal cuerpo.
—No me extraña, la diarrea es algo que rinde.
—¡Y que lo diga! Yo ya lo tengo pensado: si de aquí a mañana no me pongo mejor, aviso que venga el médico. así no puedo trabajar ni puedo hacer nada, y estas cosas, ya sabe usted, como una no esté encima...
—Claro.
Camilo José Cela
La Colmena

CARRUSEL DE VIDA

Para Pili

Aquí estoy con mi pobre cuerpo frente al crepúsculo
que entinta de oros rojos el cielo de la tarde:
mientras entre la niebla los árboles obscuros
se libertan y salen a danzar por las calles.

Yo no sé por qué estoy aquí, ni cuando vine
ni por qué la luz roja del Sol lo llena todo:
me basta con sentir frente a mi cuerpo triste
la inmensidad de un cielo de luz teñido de oro,

la inmensa rojedad de un sol que ya no existe,
el inmenso cadáver de una tierra ya muerta,
y frente a las astrales luminarias que tiñen el cielo,
la inmensidad de mi alma bajo la tarde inmensa.

Hoy que es el cumpleaños de mi hermana, no tengo
nada que darle, nada. No tengo nada, hermana.
Todo lo que poseo siempre lo llevo lejos.
A veces hasta mi alma me parece lejana.

Pobre como una hoja amarilla de otoño
y cantor como un hilo de agua sobre una huerta:
los dolores, tú sabes cómo me caen todos
como al camino caen todas las hojas muertas.

Mis alegrías nunca las sabrás, hermanita,
y mi dolor es ése, no te las puedo dar:
vinieron como pájaros a posarse en mi vida,
una palabra dura las haría volar.

Pienso que también ellas me dejarán un día,
que me quedaré solo, como nunca lo estuve.
Tú lo sabes, hermana, la soledad me lleva
hacia el fin de la tierra como el viento a las nubes!

Pero para qué es esto de pensamientos tristes!
A ti menos que a nadie debe afligir mi voz!
Después de todo nada de esto que digo existe...
No vayas a contárselo a mi madre, por Dios!

Uno no sabe cómo va hilvanando mentiras,
y uno dice por ellas, y ellas hablan por uno.
Piensa que tengo el alma toda llena de risas,
y no te engañarás, hermana, te lo juro.
Pablo Neruda
Mi alma es un carrusel vacío

PIENSO CON LOS OJOS, EXISTO

Soy un guardador de rebaños.
El rebaño es mis pensamientos
y mis pensamientos son, todos, sensaciones.
Pienso con los ojos y con los oídos
y con las manos y los pies
y con la nariz y la boca.
Pensar una flor es verla y olerla,
y comer un fruto es saberle el sentido.
Por eso, cuando en días de calor
me siento triste de gozarlos tanto
y a todo lo largo que soy me tumbo en la hierba
y cierro los ojos calientes,
siento todo mi cuerpo tumbado en la realidad.
Sé la verdad y soy feliz
Alberto Caeiro (Fernando Pessoa)
El guardador de rebaños

MONOG-RAMA

Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:- Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa".
Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.- ¿Qué haces, niña?La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.- Juego con "Pipa" -decía. [...]
Un día, por fin, se enteró de quién era "Pipa".- La muñeca -explicó la niña.- Enséñamela...La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.- No la veo, hija. Échamela...La niña vaciló.-Pero luego, ¿me la devolverá?-Claro está...La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. [...]
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:- ¿Y la pequeña?- Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta. [...]
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":- Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.- Yo te voy a traer una muñeca, no llores.Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:- Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.- Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico. [...]
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.- ¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar...!Cortó sus exclamaciones.- Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete...Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.- Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.- Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.- No es "Pipa" -dijo-. No es "Pipa". [...]
Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:- Te traigo a tu "Pipa".La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.- No es "Pipa".Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado. [...]
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su pequeña madre.
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.-Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!
Ana María Matute
La rama seca

RADIONOVELA

En ese tiempo remoto, yo era muy joven y vivía con mis abuelos en una quinta de paredes blancas de la calle Ocharán, en Miraflores. Estudiaba en San Marcos, Derecho, creo, resignado a ganarme más tarde la vida con una profesión liberal, aunque, en el fondo, me hubiera gustado más llegar a ser un escritor. Tenía un trabajo de título pomposo, sueldo modesto, apropiaciones ilícitas y horario elástico: director de Informaciones de Radio Panamericana. Consistía en recortar las noticias interesantes que aparecían en los diarios y maquillarlas un poco para que se leyeran en los boletines. La redacción a mis órdenes era un muchacho de pelos engomados y amante de las catástrofes llamado Pascual. Había boletines cada hora, de un minuto, salvo los de mediodía y de las nueve, que eran de quince, pero nosotros preparábamos varios a la vez, de modo que yo andaba mucho en la calle, tomando cafecitos en la Colmena, alguna vez en clases, o en las oficinas de Radio Central, más animadas que las de mi trabajo.
Las dos estaciones de radio pertenecían al mismo dueño y eran vecinas, en la calle Belén, muy cerca de la plaza San Martín. No se parecían en nada. Más bien, como esas hermanas de tragedia que han nacido, una, llena de gracias y, la otra, de defectos, se distinguían por sus contrastes. Radio Panamericana ocupaba el segundo piso y la azotea de un edificio flamante, y tenía, en su personal, ambiciones y programación, cierto aire extranjerizante y snob, ínfulas de modernidad, de juventud, de aristocracia. Aunque sus locutores no eran argentinos (habría dicho Pedro Camacho) merecían serlo. Se pasaba mucha música, abundante jazz y rock, y una pizca de clásica, sus ondas eran las que primero difundían en Lima los últimos éxitos de Nueva York y de Europa, pero tampoco desdeñaban la música latinoamericana siempre que tuviera un mínimo de sofisticación; la nacional era admitida con cautela y sólo al nivel del vals. Había programas de cierto relente intelectual, Semblanzas del Pasado, Comentarios Internacionales, e incluso en las emisiones frívolas, los Concursos de Preguntas o el Trampolín a la Fama, se notaba un afán de no incurrir en demasiada estupidez o vulgaridad. Una prueba de su inquietud cultural era ese Servicio de Informaciones que Pascual y yo alimentábamos, en un altillo de madera construido en la azotea, desde el cual era posible divisar los basurales y las últimas ventanas teatinas de los techos limeños. Se llegaba hasta él por un ascensor cuyas puertas tenían la inquietante costumbre de abrirse antes de tiempo.
Mario Vargas Llosa
La tía Julia y el escribidor

AD NECEM

Sólo sabía que idea obsesiva apresuraba su paso, y por qué miraba al día deslumbrante con tan ávidos ojos; aquel hombre había matado lo que amaba, y por eso iba a morir. Aunque todos los hombres matan lo que aman, que lo oiga todo el mundo, unos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra zalamera; el cobarde con un beso, ¡el valiente con una espada! Unos matan su amor cuando son jóvenes, y otros cuando son viejos; unos lo ahogan con manos de lujuria, otros con manos de oro; el más piadoso usa un cuchillo, pues así el muerto se enfría antes. Unos aman muy poco, otros demasiado, algunos venden, y otros compran; unos dan muerte con muchas lágrimas y otros sin un suspiro: pero aunque todos los hombres matan lo que aman, no todos deben morir por ello. No todo hombre muere de muerte infamante en un día de negra vergüenza, ni le echan un dogal al cuello, ni una mortaja sobre el rostro, ni cae con los pies por delante, a través del suelo, en el vacío. No todo hombre convive con hombres callados que lo vigilan noche y día, que lo vigilan cuando intenta llorar y cuando intenta rezar, que lo vigilan por miedo a que él mismo robe su presa a la prisión. No todo hombre despierta al alba y ve aterradoras figuras en su celda, al trémulo capellán con ornamentos blancos, y al director, de negro brillante, con el rostro amarillo de la sentencia. No todo hombre se levanta con lastimera prisa para vestir sus ropas de condenado mientras algún doctor de zafia lengua disfruta y anota cada nueva crispación nerviosa, manoseando un reloj cuyo débil tictac suena lo mismo que horribles martillazos. No todo hombre siente esa asquerosa sed que le reseca a uno la garganta antes de que el verdugo, con sus guantes de faena, franquee la puerta acolchada y le ate con tres correas de cuero para que la garganta no vuelva a sentir sed. No todo hombre inclina la cabeza para escuchar el oficio de difuntos ni, mientras la angustia de su alma le dice que no está muerto, pasa junto a su propio ataúd camino del atroz tinglado. No todo hombre mira hacia lo alto a través de un tejadillo de cristal, ni reza con labios de barro para que cese su agonía ni siente en su mejilla estremecida el beso de Caifás.
Oscar Wilde
La balada de la cárcel de Reading

PLANTÓN

DIBUJANDO RELOJES

Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había desprendido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un
cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitos cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado.
Había quien quería un cóndor, y quien una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas, y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón. Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en la muñeca;
- Me lo mandó un tío mío que vive en Lima -dijo.
-¿Y anda bien? -le pregunté.
- Atrasa un poco - reconoció.
Eduardo Galeano
El libro de los abrazos

MAILLOT AMARILLO

Arrugas profundas surcaban su rostro descarnado, que tenía el color de los caminos de otoño. Tenía el pelo ya completamente blanco, pero en la mirada de sus ojos gastados brillaba una llama de juventud. El maillot azul flotaba sobre su torso flaco y encorvado, pero ya no era azul y parecía de bruma o polvo. No tenía dinero para coger el tren, pero no se lamentaba. Cuando llegaba a Bayona, donde ya se habían olvidado de la carrera, que había pasado hacía tres días, volvía a subir a la silla para tomar en Roubaix la salida de otra competición. Recorría toda Francia a pie en las subidas, pedaleando y durmiendo mientras hacía rueda libre en las bajadas, sin detenerse ni de día ni de noche.
- Me estoy entrenando -decía.
Pero se enteraba en Roubaix de que los corredores habían salido hacía ya una semana. Movía la cabeza y murmuraba mientras montaba de nuevo en la máquina:
- ¡Qué pena! ¡Ésta sí que la ganaba! En fin, voy a correr la Grenoble-Marsella. Necesito ponerme a punto trepando por los Alpes.
Pero llegaba demasiado tarde a Grenoble, y a Nantes, a París, a Perpiñán, a Brest, a Cherburgo. Siempre demasiado tarde.
- ¡Qué lástima! -decía con una vocecita temblona-. ¡Qué lástima! Pero, a ver si los cojo...
Tranquilamente dejaba Provenza para ir a Bretaña, o Artois, para ir al Rosellón, o el Jura, para ir a la Vendée, y de vez en cuando, guiñando un ojo, decía a los mojones de la carretera:
- Me estoy entrenando.
Martín se hizo tan viejo que ya casi no veía. Pero sus amigos, los mojones kilométricos, e incluso los más pequeños, los hectómetros, le hacían comprender que tenía que girar a la derecha o a la izquierda. También su bicicleta había envejecido. Era de una marca desconocida, tan vieja que los historiadores jamás habían oído hablar de ella. La pintura había desaparecido, incluso la herrumbre estaba oculta por el barro y por el polvo. Las ruedas habían perdido casi todos sus radios, pero Martín era tan ligero que los cinco o seis que quedaban bastaban para sostenerlo.
- ¡Dios mío! -decía-. Y no obstante, tengo una buena bici. De esto sí que no puedo quejarme.
Rodaba sobre las llantas, y como su máquina avanzaba con fragor de chatarra, los chiquillos le tiraban piedras gritando:
- ¡Al loco! ¡Al de la chatarra! ¡Al manicomio!
- A ver si los alcanzo - se decía Martín, que no oía muy bien.
Llevaba muchos años intentando tomar parte en una carrera, pero siempre llegaba tarde. Una vez, salió de Narbona para ir a París, donde, al cabo de una semana, darían la salida para la Vuelta a Francia. Llegó al año siguiente y tuvo la alegría de saber que los corredores hacía sólo un día que habían salido.
- A ver si esta tarde los atrapo -dijo - y me llevo la segunda etapa.
Y cuando montaba en su máquina, al salir por la puerta Maillot, un camión lo dejó tumbado en la calzada. Martín se levantó agarrando en sus manos el manillar de su bici hecha añicos, y dijo antes de morir:
- ¡Esta vez, los cojo!
Marcel Aymé
El último, de El hombre que atravesaba paredes y otros cuentos