TORCEDURAS

-He vuelto. Vine ayer.
-Ya.
-¿Recibiste el telegrama?
Asintió. Las palabras también pesan con el sol mañanero. Qué decir a quien guarda tanto rencor.
-Sabes entonces porqué no pude venir al entierro de madre.
Se revolvió. No parecía a estar dispuesta a escuchar más, pero no la dejé hablar.
-Voy a venderlo todo, María.
-Ya.
Unas fincas que no rentan nada, mucha tierra, alejada, pobre y poco beneficio. Ya nadie labra el páramo.
-Quiero que todo sea para ti. También la casa.
-Tengo la mía.
Avanzó y me apartó de un codazo. Luego se volvió. Como ensayando una mueca que yo creía que iba a acabar en sonrisa, me espetó:
-Eres un cabrón. Si supiera, te lo diría en alemán, para que lo entiendas mejor, por si se te ha olvidado el español. Cabrón, ¿me entiendes?, cabrón.
Y se fue dando saltitos, balanceando el coloño. Treinta años de resquemor escupidos en una sola palabra, cabrón, cuando ya nada tiene remedio y las vidas muestran su torcedura inevitable.
[…]
Si no hay muerte no hay tragedia, y no sé como pero lo supe. Quizá fuera aquella luna que lo trastorna todo, o el destino que alguna vez se nos revela, como a mía aquella noche. Miraba desde la ventana la sombra del campanario, la luna, los tejados curvados y todo aquel silencio pintado al óleo y supe que uno de los dos iba a morir esa noche, María o yo.
[…]
De madrugada, casi al albor, sentí que alguien venía corriendo hacia la casa y supe que traían el anuncio de la muerte de María. En el fondo ella era menos fuerte y ha odiado más. Al poco sonaron unos timbrazos apremiantes y golpes en la puerta. Abrí los cuartillos de mi ventana. Sólo tuve tiempo para ver a María apuntándome con la escopeta y de sentir el estruendo y un dolor tórrido en el pecho. Y luego el frío, ocupando mi cuerpo como una posesión.
Óscar Esquivias
La marca de Creta

DESEOS

Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama. –¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura. –Se ha ido. –¿Y dónde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista. La mujer se sentó en la cama. –¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia. George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello. –¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil. George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho. –A mí me gusta como está. –¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho. George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar. –¡Caramba! Si estas muy bonita – dijo. La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya. –Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara. –¿Sí? –dijo George. –Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso. –¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura. Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras. –De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato. George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza. Alguien llamó a la puerta –Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban. –Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora
Ernest Hemingway
El gato bajo la lluvia