Los otros, los de después de almorzar para los de la merienda y los de la merienda para los de después de almorzar, no son más que intrusos a los que se tolera, pero en los que ni se piensa. ¡Estaría bueno! Los dos grupos, individualmente o como organismo, son incompatibles, y si a uno de la hora del café se le ocurre esperar un poco y retrasar la marcha, los que van llegando, los de la merienda, lo miran con malos ojos, con tan malos ojos, ni más ni menos, como con los que miran los de la hora del café a los de la merienda que llegan antes de tiempo. En un café bien organizado, en un café que fuese algo así como la república de Platón, existiría sin duda una tregua de un cuarto de hora para que los que vienen y los que se van no se cruzasen ni en la puerta giratoria.
En el café de doña Rosa, después de almorzar, el único conocido que hay, aparte de la dueña y el servicio, es la señorita Elvira, que en realidad es ya casi como un mueble más.
—¿Qué tal, Elvirita? ¿Se ha descansado?
—Sí, doña Rosa, ¿y usted?
—Pues yo, regular, hija, nada más que regular. Yo me pasé la noche yendo y viniendo al wáter; se conoce que cené algo que me sentó mal y el vientre se me echó a perder.
—¡Vaya por Dios! ¿Y está usted mejor?
—Sí, parece que sí, pero me quedó muy mal cuerpo.
—No me extraña, la diarrea es algo que rinde.
—¡Y que lo diga! Yo ya lo tengo pensado: si de aquí a mañana no me pongo mejor, aviso que venga el médico. así no puedo trabajar ni puedo hacer nada, y estas cosas, ya sabe usted, como una no esté encima...
—Claro.
Camilo José Cela
La Colmena