Habría que añadir, sin más dilación y para evitar
malentendidos, que su pequeño plan de independencia no incluía expresamente la
ayuda de otra persona del sexo opuesto; no estaba ahorrando virtud para cubrir
los costes de un flirteo. Había varios motivos para ello. Para empezar, tenía
un rostro muy vulgar, y estaba muy lejos de hacerse ilusiones sobre su aspecto.
Le tenía tomadas las medidas hasta al último cabello, conocía lo peor y lo
mejor, se había aceptado a sí misma. Y esto, sin duda, no sin esfuerzo. Cuando
era una muchacha se había pasado horas de espaldas al espejo, llorando a
lágrima viva; y más adelante, impulsada por la desesperación y a modo de
bravucona da, había adoptado la costumbre de proclamarse la mujer menos
agraciada del mundo, con el fin –como era inevitable según la cortesía
habitual– de ser contradicha y reafirmada. Fue al venir a vivir a Europa cuando
empezó a tomarse el asunto con filosofía. Sus dotes de observación, que aquí
ejercitaba vivamente, le habían sugerido que el primer deber de una mujer no es
ser hermosa, sino simpática; y se encontró con tantas mujeres que agradaban sin
hermosura, que empezó a sentir que había descubierto su misión.
Henry
James
El
americano
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