Tal como ocurre con las
palabras cruzadas que se van descifrando, los pequeños indicios que la
procesión de huéspedes habían dejado en el cuarto amueblado revelaron, uno tras
otro, algún significado. El espacio desgastado en la alfombra, frente a la cómoda,
sugirió que el tropel había incluido la presencia de hermosas mujeres. Las
marcas de minúsculos dedos en el empapelado revelaron la existencia de pequeños
prisioneros que tanteaban una vía de escape hacia el sol y el aire libre. La
mancha de una salpicadura, que trazaba rayos como si visualizara el estallido
de una bomba, dio testimonio del sitio en que una copa o una botella se hizo
añicos, al estrellarse contra la pared. A través del espejo de cuerpo entero se
había grabado con un diamante el nombre de "Marie" en letras
vacilantes. Se tenía la impresión de que los sucesivos pensionistas del cuarto
amueblado -quizás impelidos más allá de toda contención por la presuntuosa
frialdad que exhibía el aposento- habían estallado en muestras de arrebato,
descargando sus pasiones en el recinto que los alojaba. Los muebles presentaban
cortaduras y magullones; el canapé, deformado por los resortes que habían
reventado, tenía el aspecto de un horrible monstruo aniquilado por la violencia
de alguna grotesca convulsión. Un cataclismo más poderoso había desprendido un
gran trozo de mármol en la parte superior de la chimenea. Cada tabla del piso
tenía su expresión y su quejido particulares, como si procedieran de un
sufrimiento independiente y propio. Resultaba increíble que la habitación
hubiese sido víctima de tanto daño y rencor por obra de quienes durante algún
tiempo la consideraron su hogar; no obstante, lo que había precipitado la ira
de los moradores quizá hubiese sido la ciega supervivencia del instinto
doméstico defraudado o el resentimiento contra falsos dioses domiciliarios. En
cambio, podemos barrer, ornamentar y mimar una mera choza, con tal de que sea
nuestra.
O. Henry
La habitación amueblada
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