LLANTO

[…]
Voló durante todo el día y, cuando ya caía la noche, llegó hasta la ciudad. — ¿Dónde podré dormir? —se preguntó—. Espero que en esta ciudad haya algún albergue donde pueda pernoctar.
En ese mismo instante descubrió la estatua del Príncipe Feliz sobre su columna. —Voy a refugiarme ahí —se dijo—. El lugar es bonito y bien ventilado.
Y así diciendo, se posó entre los pies del Príncipe Feliz.
—Tengo una alcoba de oro —se dijo suavemente la golondrina mirando alrededor.En seguida se preparó para dormir. Mas cuando aún no ponía la cabecita debajo de su ala, le cayó encima un grueso goterón.
— ¡Qué cosa más curiosa! —exclamó—. No hay ni una nube en el cielo, las estrellas relucen claras y brillantes, y sin embargo llueve. En realidad este clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le encantaba la lluvia, pero era de puro egoísta.En ese mismo momento cayó otra gota.
— ¿Pero para qué sirve este monumento si ni siquiera puede protegerme de la lluvia? —dijo—. Mejor voy a buscar una buena chimenea.
Y se preparó a levantar nuevamente el vuelo.
Sin embargo, antes de que alcanzara a abrir las alas, una tercera gota le cayó encima, y al mirar hacia arriba la golondrina vio... ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas le corrían por las áureas mejillas. Y tan bello se veía el rostro del Príncipe a la luz de la luna, que la golondrina se llenó de compasión.
— ¿Quién eres? —preguntó.
— Soy el Príncipe Feliz.
—Pero si eres el Príncipe Feliz, ¿por qué lloras? Casi me has empapado. —Cuando yo vivía, tenía un corazón humano —contesto la estatua—, pero no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en la Mansión de la Despreocupación, donde no está permitida la entrada del dolor. Así, todos los días jugaba en el jardín con mis compañeros, y por las noches bailábamos en el gran salón. Alrededor del jardín del Palacio se elevaba un muro muy alto, pero nunca me dio curiosidad alguna por conocer lo que había más allá... ¡Era tan hermoso todo lo que me rodeaba! Mis cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y de verdad era feliz, si es que el placer es lo mismo que la dicha. Viví así, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han puesto aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y, aunque ahora mi corazón es de plomo, lo único que hago es llorar. […]
Oscar Wilde
El príncipe feliz

DES ESPERAR

Salió a la galería, se sentó en el banco, se colocó el teléfono al lado y se puso a contemplar el mar. No podía hacer otra cosa, ni leer, ni pensar, ni escribir, nada. Sólo contemplar el mar. Se estaba perdiendo y lo sabía, en el pozo sin fondo de una obsesión. Le vino a la mente una película que había visto, basada quizás en una novela de Durrenmatt, en la que el comisario se obstinaba en esperar a un asesino que tenía que pasar por un determinado lugar de la montaña, por el que éste jamás volvería a pasar, pero el comisario no lo sabía, lo esperaba y lo seguía esperando y entre tanto pasaban los días, los meses, los años.
Andrea Camilleri
El perro de terracota