AD NECEM

Sólo sabía que idea obsesiva apresuraba su paso, y por qué miraba al día deslumbrante con tan ávidos ojos; aquel hombre había matado lo que amaba, y por eso iba a morir. Aunque todos los hombres matan lo que aman, que lo oiga todo el mundo, unos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra zalamera; el cobarde con un beso, ¡el valiente con una espada! Unos matan su amor cuando son jóvenes, y otros cuando son viejos; unos lo ahogan con manos de lujuria, otros con manos de oro; el más piadoso usa un cuchillo, pues así el muerto se enfría antes. Unos aman muy poco, otros demasiado, algunos venden, y otros compran; unos dan muerte con muchas lágrimas y otros sin un suspiro: pero aunque todos los hombres matan lo que aman, no todos deben morir por ello. No todo hombre muere de muerte infamante en un día de negra vergüenza, ni le echan un dogal al cuello, ni una mortaja sobre el rostro, ni cae con los pies por delante, a través del suelo, en el vacío. No todo hombre convive con hombres callados que lo vigilan noche y día, que lo vigilan cuando intenta llorar y cuando intenta rezar, que lo vigilan por miedo a que él mismo robe su presa a la prisión. No todo hombre despierta al alba y ve aterradoras figuras en su celda, al trémulo capellán con ornamentos blancos, y al director, de negro brillante, con el rostro amarillo de la sentencia. No todo hombre se levanta con lastimera prisa para vestir sus ropas de condenado mientras algún doctor de zafia lengua disfruta y anota cada nueva crispación nerviosa, manoseando un reloj cuyo débil tictac suena lo mismo que horribles martillazos. No todo hombre siente esa asquerosa sed que le reseca a uno la garganta antes de que el verdugo, con sus guantes de faena, franquee la puerta acolchada y le ate con tres correas de cuero para que la garganta no vuelva a sentir sed. No todo hombre inclina la cabeza para escuchar el oficio de difuntos ni, mientras la angustia de su alma le dice que no está muerto, pasa junto a su propio ataúd camino del atroz tinglado. No todo hombre mira hacia lo alto a través de un tejadillo de cristal, ni reza con labios de barro para que cese su agonía ni siente en su mejilla estremecida el beso de Caifás.
Oscar Wilde
La balada de la cárcel de Reading