Es en estos días de otoño avanzado —más o menos para Todos los Santos— cuando París tiene, para un hombre del sur —o del Mediterráneo como yo— un encanto característico y extraordinario. Es el primer otoño que paso en París. El mundo exterior parece inmerso en una neblina tenue, a veces vaporosa y azulada, otras de la palidez de leche cuajada. El aire, en general, está en calma, pero a veces sopla, a contrapelo del río, una ventolera atlántica que se lleva los sombreros de los caminantes de los puentes pero que no llega a aclarar la niebla estabilizada. Un soplido del viento puede llegar a limpiar un espacio del cielo que parece como una mancha de estaño sublimado, pero la aparición dura un instante: la niebla, azulada, inmóvil, inconmovible, vence. (…) La gran ciudad —vista desde un lugar elevado— adopta un color malva, a veces más claro, otras no tanto, y los ojos de las mujeres rubias, sobre la piel rosada de la cara, los músculos tiesos a causa del frío, que hace aparecer, un momento, una calidad de porcelana, tienen un color morado –como una gota de color morado que suavizara la mirada—.
Joseph Pla
Notas sobre París
Joseph Pla
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