CUESTIÓN DE ESTILO

La tarde de agosto había caído, gris y cálida, y un aire tibio, un recuerdo del verano, circulaba por las calles. La calle, los comercios cerrados por el descanso dominical, bullía con una multitud alegremente abigarrada. Como perlas luminosas, las lámparas alumbraban de encima de los postes estirados y por sobre la textura viviente de abajo, que variaba de forma y de color sin parar y lanzaba al aire gris y cálido de la tarde un rumor invariable que no cesa.
 Dos jóvenes bajaban la cuesta de Rutland Square. Uno de ellos acababa de dar fin a su largo monólogo. El otro, que caminaba por el borde del contén y que a veces se veía obligado a bajar un pie a la calzada, por culpa de la grosería de su acompañante, mantenía su cara divertida y atenta. Era rubicundo y rollizo. Usaba una gorra de yatista echada frente arriba y la narración que venía oyendo creaba olas expresivas que rompían constantemente sobre su cara desde las comisuras de los labios, de la nariz y de los ojos. Breves chorros de una risa sibilante salían en sucesión de su cuerpo convulso. Sus ojos titilando con un contento pícaro echaban a cada momento miradas de soslayo a la cara de su compañero. Una o dos veces se acomodó el ligero impermeable que llevaba colgado de un hombro a la torera. Sus bombachos, sus zapatos de goma blancos y su impermeable echado por encima expresaban juventud. Pero su figura se hacía rotunda en la cintura, su pelo era escaso y canoso, y su cara, cuando pasaron aquellas olas expresivas, tenía aspecto estragado.
 Cuando se aseguró de que el cuento hubo acabado se rió ruidoso por más de medio minuto. Luego dijo:
      
—¡Vaya!... ¡Ese sí que es el copón divino!
      
Su voz parecía batir el aire con vigor; y para dar mayor fuerza a sus palabras añadió con humor:
     
—¡Ese sí que es el único, solitario y si se me permite llamarlo así, recherché copón divino!
      
Al decir esto se quedó callado y serio. Tenía la lengua cansada, ya que había hablado toda la tarde en el pub de la Calle Dorset. La mayoría de la gente consideraba a Lenehan un sanguijuela, pero a pesar de esa reputación, su destreza y elocuencia evitaba siempre que sus amigos la cogieran con él. Tenía una manera atrevida de acercarse a un grupo en la barra y de mantenerse sutilmente al margen hasta que alguien lo incluía en la primera ronda. Vago por deporte, venía equipado con un vasto repertorio de adivinanzas, cuentos y cuartetas. Era, además, insensible a toda descortesía. Nadie sabía realmente cómo cumplía la penosa tarea de mantenerse, pero su nombre se asociaba vagamente a papeletas y a caballos.
      
—¿Y dónde fue que la levantaste, Corley? —le preguntó.
      
Corley se pasó rápido la lengua sobre el labio de arriba.
      
—Una noche, chico —le dijo—, que iba yo por Calle Dame y me veo a esta tipa tan buena parada debajo del reloj de Waterhouse y cojo y le doy, tú sabes, las buenas noches. Luego nos damos una vuelta por el canal y eso, y ella que me dice que es criadita en una casa de la Calle Baggot. Le eché el brazo por arriba y la apretujé un poco esa noche. Entonces, el domingo siguiente, chico, tengo cita con ella y nos vemos. Nos fuimos hasta Donnybrook y la metí en un sembrado. Me dijo que ella salía con un lechero... ¡La gran vida, chico! Cigarrillos todas las noches y ella pagando el tranvía a la ida y a la venida. Una noche hasta me trajo dos puros más buenos que el carajo. Panetelas, tú sabes, de las que fuma el caballero... Yo que, claro, chico, tenía miedo de que saliera preñada. Pero, ¡tiene una esquiva!
      
—A lo mejor se cree que te vas a casar con ella —dijo Lenehan.
      
—Le dije que estaba sin pega —dijo Corley—.
—Le dije que trabajaba en Pim's. Ella ni mi nombre sabe. Estoy demasiado asustado para decirle eso. Pero se cree que soy de buena familia, para que tú lo sepas.
James Joyce
Dos Galanes

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