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PARIPÉ


Cuando terminó, yo le pregunté a la señora:
—¿Qué es el paripé, si me hace el favor?
Me miraba la señora sin responder.
—La niña se trae su guasita.
Guasita quiere decir pequeña broma. No pude sacarla de ahí. No creas que los otros gitanos fueron más explícitos. Y tampoco el profesor de la Universidad a quien le pregunté al día siguiente. El buen señor se encogió de hombros y dijo
—¡El paripé! Vaya unas curiosidades que se traen ustedes los turistas.
[…]
Un gitano que parece más amable (del que está enamorado Elsa) me trató de explicar el significado de esa palabra y me dijo que viene de antiguo y que quiere decir «una especie de desaborisión con la que se les atraganta el embeleco a los malanges». Yo necesitaba que me explicara también todo aquello.
—¿Qué quiere decir con eso, amigo mío? ¿Qué es eso?
—¿Pues qué va a ser? Er paripé.
Es un gitano ese muy sugestivo, la verdad. Pero medio novio de Elsa. Y esas cosas yo las respeto, como es natural.
Yo preguntaba una vez y otra. Elsa, la holandesa, me daba con el codo y me decía
—No insistas. Haz como si lo entendieras.
[…]
—Las doce, la hora de las brujas. A ver si es verdá que vuelan.
Bueno, pues a consecuencia de todo eso, te digo, Betsy —si no lo has sospechado ya—, que tengo novio. El de Alcalá de Guadaira. No es un cantador profesional, sino que el canto es un hobby para él, como te decía antes. Y no es gitano, en realidad. Tiene sólo un cuarto de sangre gitana, por su abuela. Se baña a diario y además vamos a nadar a un club. Cuando lleva dos horas nadando
pierde el color agitanado. Pero no es blanco, sino verde.
[…]
Además, mi novio me explica muchas cosas. Ya sé lo que es el paripé. Es lo que hace Elsa cuando se nos acerca y sabe que tiene que ser amable sin poder ser amable. Se le atraganta el embeleco.
Ramón J. Sender
La Tesis de Nancy


BAR


CON EL MÍO

 
Llevo tu corazón en mí (lo llevo,
en el mío) no lo dejo (dondequiera
que voy, tú vas, querida; y lo que hago
lo haces tú, queridísima)              

                             no temo 
al hado (dulce hado mío) no
quiero el mundo (tú lo eres, fiel belleza)
tú eres lo que una luna siempre ha sido
y lo que un sol entonará por siempre
 
he aquí el mayor secreto e ignorado
(aquí raíz de raíz brote del brote
sombra del árbol que se llama vida;
más alto que esperanzas y pensamiento)
y tal prodigio rige las estrellas
 

 
tu corazón en mí (va con el mío)
e.e. Cummings
Poemas    


 

CUESTIÓN DE ESTILO

La tarde de agosto había caído, gris y cálida, y un aire tibio, un recuerdo del verano, circulaba por las calles. La calle, los comercios cerrados por el descanso dominical, bullía con una multitud alegremente abigarrada. Como perlas luminosas, las lámparas alumbraban de encima de los postes estirados y por sobre la textura viviente de abajo, que variaba de forma y de color sin parar y lanzaba al aire gris y cálido de la tarde un rumor invariable que no cesa.
 Dos jóvenes bajaban la cuesta de Rutland Square. Uno de ellos acababa de dar fin a su largo monólogo. El otro, que caminaba por el borde del contén y que a veces se veía obligado a bajar un pie a la calzada, por culpa de la grosería de su acompañante, mantenía su cara divertida y atenta. Era rubicundo y rollizo. Usaba una gorra de yatista echada frente arriba y la narración que venía oyendo creaba olas expresivas que rompían constantemente sobre su cara desde las comisuras de los labios, de la nariz y de los ojos. Breves chorros de una risa sibilante salían en sucesión de su cuerpo convulso. Sus ojos titilando con un contento pícaro echaban a cada momento miradas de soslayo a la cara de su compañero. Una o dos veces se acomodó el ligero impermeable que llevaba colgado de un hombro a la torera. Sus bombachos, sus zapatos de goma blancos y su impermeable echado por encima expresaban juventud. Pero su figura se hacía rotunda en la cintura, su pelo era escaso y canoso, y su cara, cuando pasaron aquellas olas expresivas, tenía aspecto estragado.
 Cuando se aseguró de que el cuento hubo acabado se rió ruidoso por más de medio minuto. Luego dijo:
      
—¡Vaya!... ¡Ese sí que es el copón divino!
      
Su voz parecía batir el aire con vigor; y para dar mayor fuerza a sus palabras añadió con humor:
     
—¡Ese sí que es el único, solitario y si se me permite llamarlo así, recherché copón divino!
      
Al decir esto se quedó callado y serio. Tenía la lengua cansada, ya que había hablado toda la tarde en el pub de la Calle Dorset. La mayoría de la gente consideraba a Lenehan un sanguijuela, pero a pesar de esa reputación, su destreza y elocuencia evitaba siempre que sus amigos la cogieran con él. Tenía una manera atrevida de acercarse a un grupo en la barra y de mantenerse sutilmente al margen hasta que alguien lo incluía en la primera ronda. Vago por deporte, venía equipado con un vasto repertorio de adivinanzas, cuentos y cuartetas. Era, además, insensible a toda descortesía. Nadie sabía realmente cómo cumplía la penosa tarea de mantenerse, pero su nombre se asociaba vagamente a papeletas y a caballos.
      
—¿Y dónde fue que la levantaste, Corley? —le preguntó.
      
Corley se pasó rápido la lengua sobre el labio de arriba.
      
—Una noche, chico —le dijo—, que iba yo por Calle Dame y me veo a esta tipa tan buena parada debajo del reloj de Waterhouse y cojo y le doy, tú sabes, las buenas noches. Luego nos damos una vuelta por el canal y eso, y ella que me dice que es criadita en una casa de la Calle Baggot. Le eché el brazo por arriba y la apretujé un poco esa noche. Entonces, el domingo siguiente, chico, tengo cita con ella y nos vemos. Nos fuimos hasta Donnybrook y la metí en un sembrado. Me dijo que ella salía con un lechero... ¡La gran vida, chico! Cigarrillos todas las noches y ella pagando el tranvía a la ida y a la venida. Una noche hasta me trajo dos puros más buenos que el carajo. Panetelas, tú sabes, de las que fuma el caballero... Yo que, claro, chico, tenía miedo de que saliera preñada. Pero, ¡tiene una esquiva!
      
—A lo mejor se cree que te vas a casar con ella —dijo Lenehan.
      
—Le dije que estaba sin pega —dijo Corley—.
—Le dije que trabajaba en Pim's. Ella ni mi nombre sabe. Estoy demasiado asustado para decirle eso. Pero se cree que soy de buena familia, para que tú lo sepas.
James Joyce
Dos Galanes

RE SENTIMIENTO

Tal como ocurre con las palabras cruzadas que se van descifrando, los pequeños indicios que la procesión de huéspedes habían dejado en el cuarto amueblado revelaron, uno tras otro, algún significado. El espacio desgastado en la alfombra, frente a la cómoda, sugirió que el tropel había incluido la presencia de hermosas mujeres. Las marcas de minúsculos dedos en el empapelado revelaron la existencia de pequeños prisioneros que tanteaban una vía de escape hacia el sol y el aire libre. La mancha de una salpicadura, que trazaba rayos como si visualizara el estallido de una bomba, dio testimonio del sitio en que una copa o una botella se hizo añicos, al estrellarse contra la pared. A través del espejo de cuerpo entero se había grabado con un diamante el nombre de "Marie" en letras vacilantes. Se tenía la impresión de que los sucesivos pensionistas del cuarto amueblado -quizás impelidos más allá de toda contención por la presuntuosa frialdad que exhibía el aposento- habían estallado en muestras de arrebato, descargando sus pasiones en el recinto que los alojaba. Los muebles presentaban cortaduras y magullones; el canapé, deformado por los resortes que habían reventado, tenía el aspecto de un horrible monstruo aniquilado por la violencia de alguna grotesca convulsión. Un cataclismo más poderoso había desprendido un gran trozo de mármol en la parte superior de la chimenea. Cada tabla del piso tenía su expresión y su quejido particulares, como si procedieran de un sufrimiento independiente y propio. Resultaba increíble que la habitación hubiese sido víctima de tanto daño y rencor por obra de quienes durante algún tiempo la consideraron su hogar; no obstante, lo que había precipitado la ira de los moradores quizá hubiese sido la ciega supervivencia del instinto doméstico defraudado o el resentimiento contra falsos dioses domiciliarios. En cambio, podemos barrer, ornamentar y mimar una mera choza, con tal de que sea nuestra.
O. Henry
La habitación amueblada

TURULATO

Andando, andando seguía el coche y ya por causa del calor que allí dentro se sentía, ya porque el movimiento pausado y monótono del vehículo produce cierto mareo que degenera en sueño, lo cierto es que sentí pesados los párpados, me incliné del costado izquierdo, apoyando el codo en el paquete de libros, y cerré los ojos. En esta posición continué viendo la hilera de caras de ambos sexos que ante mí tenía, barbadas unas, limpias de pelo otras, aquéllas riendo, estas muy acartonadas y serias. Después me pareció que obedeciendo a la contracción de un músculo común, todas aquellas caras hacían muecas y guiños, abriendo y cerrándolos ojos y las bocas, y mostrándome alternativamente una serie de dientes que variaban desde los más blancos hasta los más amarillos, afilados unos, romos y gastados los otros. Aquellas ocho narices erigidas bajo diez y seis ojos diversos en color y expresión, crecían o menguaban, variando la forma; las bocas se abrían en línea horizontal, produciendo mudas carcajadas, o se estiraban hacia adelante formando hocicos puntiagudos, parecidos al interesante rostro de cierto benemérito animal que tiene sobre sí el anatema de no poder ser nombrado.
Por detrás de aquellas ocho caras cuyos horrendos visajes he descrito, y al través de las ventanillas del coche, veía yo la calle, las casas y los transeúntes, todo en veloz carrera, como si el tranvía anduviera con rapidez vertiginosa. Yo por lo menos creía que marchaba más aprisa que nuestros ferrocarriles, más que los franceses, más que los ingleses, más que los norte-americanos; corría con toda la velocidad que puede suponer la imaginación, tratándose de la traslación de un sólido.
A medida que era más intenso aquel estado letargoso, se me figuraba que iban desapareciendo las casas, las calles, Madrid entero. Por un instante creí que el tranvía corría por lo más profundo de los mares: al través de los vidrios se veían los cuerpos de cetáceos enormes, los miembros pegajosos de una multitud de pólipos de diversos tamaños. Los peces chicos sacudían sus colas resbaladizas contra los cristales, y algunos miraban adentro con sus grandes y dorados ojos. Crustáceos de forma desconocida , grandes moluscos , madréporas, y una multitud de bivalvos grandes y deformes cual nunca yo los había visto, pasaban sin cesar. El coche iba tirado por no sé qué especie de andantes monstruos, cuyos remos, luchando con el agua, sonaban como las paletadas de una hélice, tornillando la masa líquida con su infinito voltear.
Esta visión se iba extinguiendo: después parecióme que el coche corría por los aires, volando en dirección fija y sin que le agitaran los vientos. Al través de los cristales no se veía nada, más que espacio: las nubes nos envolvían a veces; una lluvia violenta tamborileaba en la imperial; de pronto salíamos al espacio puro, inundado de sol, para volver de nuevo a penetrar en el vaporoso seno de los celajes inmensos, ya rojos, ya amarillos, tan pronto de ópalo como de amatista, que iban quedándose atrás en nuestra marcha.
Benito Pérez Galdós
La Novela en el tranvía

LA POBRECILLA NINES


-¡No se la puede tomar en serio a Nines! Que lo que tenga sea un padecimiento no se lo discuto yo ni nadie. Una enfermedad es lo que no.
-¡Estaba muy enamorada, viene a ser como una enfermedad...! -comentó mi madre desde el otro extremo de la mesa del comedor donde tomábamos el té toda la familia-.
-¿Y qué? ¿Qué tendrá que ver el amor con no comer? Nines lo que es es una abúlica completa. Dime, de amor, que tú conozcas, cuántas han dejado de comer. ¡Ninguna! - aseguró tía Lucía respondiéndose a sí misma.
Violeta y yo nos miramos, horrorizadas y encantadas del giro tempestuoso que empezaban ya a adquirir las frases de la tía Lucia. Erguida en su silla, sin apoyar la espalda en el respaldo, abría los grandes ojos azules encolerizada por la ligera oposición que parecía ofrecer mi madre.
-¡Lucía, el huevo! Tómate el huevo, que luego, frío, te sienta como un tiro.
Pero tía Lucía no estaba en ese instante interesada en la temperatura de sus alimentos. Se limitó por eso a dar un fuerte golpe al huevo con su elegante cucharita de marfil. Nadie hubiera sido capaz de impedir que tía Lucía dijera lo que quería decir sobre tía Nines.
-Lo que pasa es que Nines se ha empeñado en no sobreponerse, y no se sobrepone aunque la mates. No hay médico que valga, ni enfermera, ni monja ni persona que pueda con una voluntad como Ia suya. ¡Ha decidido que se muere de hambre y ahí la tienes, por debajo ya de los cuarenta kilos, como Gandhi!
Violeta y yo volvimos a miramos. La tormenta iba cada vez a peor y a peor. Con voz reposada -una voz calculada para impacientar a tía Lucía, que era la mayor de las hermanas, después venía mi madre y después tía Nines- declaró mi madre:
-Es muy injusto y muy absurdo eso que dices. Tú sabes todo cómo fue. No me refiero solo a la desgracia. Me refiero a todo, pobrecilla Nines. La vida suya cómo era y cómo es. No es que se quiera morir de hambre. Ni morirse. Lo que no quiere es vivir más, que es muy distinto.
Álvaro Pombo
Donde las mujeres

CONTRACCIÓN

Aquella noche la señora Ames se sentó en la cocina con la puerta cerrada. Estaba intensamente pálida y agarraba la mesa con ambas manos, para dominar su terror. El sonido, primero de los golpes, y luego de los chillidos, se filtraba con claridad a través de las puertas cerradas. El señor Ames no sabía propinar latigazos debido a que nunca se había visto obligado a hacerlo. Azotaba las piernas de Cathy con el látigo de nudos, y cuando vio que ella permanecía quieta y tranquila, sin dejar de mirarlo fijamente con sus fríos ojos, perdió por completo los estribos. Los primeros golpes eran inexpertos y tímidos, pero al percatarse de que no lloraba, la azotó sobre los hombros y en la espalda. El látigo restallaba y cortaba la carne. Cegado por su rabia, falló el golpe varias veces, y en ocasiones llegó a acercarse tanto que el látigo se enroscó en torno al cuerpo de la joven. Cathy comprendió enseguida la actitud que debía adoptar. Conocía cual era el punto flaco de su padre, y por consiguiente se puso a chillar, a retorcerse de dolor, a llorar, a suplicar, y así tuvo la satisfacción de ver cómo los azotes menguaban instantáneamente. Al señor Ames le horrorizaba el escándalo y la conmoción que estaba causando. Así que dejó de propinar azotes a Cathy. Ésta se dejó caer sollozando en el lecho. Si su padre se hubiese tomado la molestia de mirarle a la cara, hubiese visto que sus ojos estaban secos, pero con los músculos del cuello en tensión, y que bajo sus sienes aparecían unos pequeños bultos, producidos por la contracción del músculo de la mandíbula.
Al Este del Edén
John Steinbeck